N.Y.M.M.
Una realidad ficticia
Con la certeza de que al día le sigue la noche, un martes fue el día en que se conocieron. Era un aula cualquiera, de un edificio, a punto de caerse, cualquiera, de una escuela de administración cualquiera, de una universidad importante cualquiera. Una maga decidió que la mejor forma de unirlos era por medio de un estudio sobre ellos por parte de unos alumnos de idiomas de una carrera cualquiera. Cada uno de ellos tenía su historia hecha, enmarcada, recorrida.
Todos hablaban de ellos, de sus acciones, de sus aspectos; pero ellos no hablaban de sus habladores. Así que, gracias, a su composición etéreo-literaria charlaron de sus comentadores.
Cupido, ChacMool y el alter ego de Silvia “Silvio” se cruzaron como brisas de diferentes puntos cardinales. Se desplazaban rápida y lentamente. Tanto así que cuando hablaban en voz alta revoloteaban las barajas que estaban colocadas sobre el piso de una plaza cubierta cualquiera donde se distraían tres estudiantes recién atragantados cualesquiera. Sus voces eran visibles al tacto pero sordas al oído humano. Los tres querían hablar al mismo tiempo. Al no haber acuerdo, decidieron que sólo uno contaría lo que quisiese. Nadie más. Entonces Cupido argumentó: “Hablaré yo porque siempre uno corazones”. ChacMool dijo: “Yo, por empapar los corazones de amor”. Y Silvio que no tenía una frase razonada a tiempo replicó: “Pues, no seré yo porque tengo empapado hasta los huesos del corazón”. A Cupido se le cayó el arco y la flecha mientras que a ChacMool se le secó hasta el mar de pensamientos debido a tan ingeniosa respuesta. Boquiabiertos y mudos por unos segundos, cantaron al unísono: “Cuentanos tu cuento cuentista”.
Hubo un silencio hueco. Los barajadores se deleitaban por fin con tranquilidad. En esos instantes, Silvio estructuraba una cadena de significantes que contenían significados de su experiencia. Cuando se disponía a desahogar sus inquietudes, de nuevo una brisa revoloteó las cartas con más fuerza que antes provocando la mudanza de los participantes a un lugar guarnecido por el viento.
“Mis queridos amigos, volví a nacer. La verdad es que nunca pensé sentir esto estando en este plano. Deambulando por nuestro mundo etéreo conocí un sol radiante que amanecía cada vez que observaba con detenimiento la sonrisa de una flor fulgorante”. Cupido y ChacMool fruncieron la frente y elevaron la ceja izquierda y derecha. “Esta joya de quien les hablo no es otra que: una mortal. ChacMool desplazó sus labios hacia delante. Cupido dirigió su mirada al cielo girando la cara de un lado al otro. “Así es como se los comunico. Su mirada angelical me atrapa en todo momento; cuando me atraviesa con ella, sin saberlo me baña con su luz vigorosa. Su sonrisa aunada a su risa me evoca el sentido de la felicidad humana. La gracia de sus expresiones me llevan a pensar sobre lo maravilloso que es poder disfrutar cada momento de ellas. “Recuerda tu condición de ser”, dijo ChacMool. “Sí, lo sé, ella es una mortal encantadora, y yo tan sólo una creación etérea”. “Si tuvieras en otro plano con un cuerpo físico, dá por seguro que te hubiera ya clavado una flecha en todo el centro de la mitad del medio de tu corazón”, objetó Cupido. Silvio: “Sé que sería imposible forjar algo suficientemente lógico entre ella y yo, pero de lo que estoy seguro es que cuando ella sienta calor yo la refrescaré con un céfiro reconfortante y cuando el frío corra por sus venas la arroparé y abrigaré como lo haría un abrazo tropical. Además, al parecer ella debe ser muy fogosa por dentro, y de frío no creo que sufra. “¿Por qué dices esto?, preguntó Cupido”. “Porque hay que ver como toma agua, debe ser para apaciguar algún fuego interno”. ChacMool: “No olviden que no sólo el agua calma el fuego o la sed física, también el amor actúa como agua en el corazón”.
Los tres comenzaron a reflexionar sobre este asunto, sobre cada frase dicha. Una sensación ambigua los envolvía. Los temas del amor, la mortalidad, de lo etéreo-literario los ponían a cavilar sin lograr una amalgama resistente de razonamiento.
Entretanto, resultó un ganador y la partida de barajas terminó. No hubo entonces naipes que revolotear ni brisas que se entrecruzaban por aquel lugar. Y los jugadores se marcharon felices hablando de los diferentes personajes de los cuentos de una materia de lengua española cualquiera.
Dinuel Sánchez Maldonado
1999